Alejo Carpentier se dio cuenta que los europeos no podían describir América Latina porque no la conocían y tampoco les era factible explicar el barroco americano sin estar en contacto con la vida que había en el interior de las misiones. Los animales, la flora y la fauna eran diferentes y por ello necesitaron relacionarse con el habitante del nuevo mundo, pues sus necesidades no estaban preparadas para sobrevivir en una naturaleza que cambiaba todos los días. Una hormiga no solo le picaba, podía alimentarlo también y eso los llevó a conocer plantas, hierbas, animales… Fue toda una revolución científica que debieron enfrentar los jesuitas que les cambió sus manifestaciones de fe y tuvieron que bajar la cabeza admirados, a la jungla, al calor, a las distancias.
Para aproximarnos al barroco americano y a los criollos, resulta útil hacerlo a través del hecho misional de Moxos y Chiquitos; varias de sus manifestaciones ya forman parte de la riqueza cultural que se expresa en cultura viva con partituras, música, arte, y una apropiación que genera un salto tecnológico de 4.500 años.
Este aprendizaje desarrolló una capacidad de crear, innovar y generó una apertura al mundo con una actitud juguetona, abierta, disruptiva, ocurrente… El barroco chiquitano no fue un producto sincrético, impuesto o aprendido a la fuerza; resultó siendo un acto de apropiación que se conjugó luego en una forma de vida.
Esta forma de interpretar los acontecimientos no desconoce una historia marcada por manifestaciones coloniales y sometimiento humano; sin embargo, se trata de una manera inteligente de resolver un intríngulis que, por la vía de la confrontación, no tiene forma de resolverse maduramente. Resulta que con la lengua castellana se articula en América Latina una forma de comunicación y entendimiento que le quita a la Colonia su palabra, y la convierte en un instrumento de liberación que enriquece la propia.
Los 200 años nos permiten realizar una lectura con espíritu crítico de nuestro pasado para amigar nuestro presente con el futuro. No sería inteligente desconocer o negar las vertientes de nuestra identidad cultural y la manera cómo tenemos derecho de moldearla en un momento que debemos respondernos cómo queremos vivir después del 6 de agosto del 2025. Los acontecimientos políticos ayudan a construir mejor la síntesis dialéctica que debemos elaborar, y que se encuentra entre el país de los blancos y el Estado plurinacional. El mestizaje de 1825 no resolvió la inclusión de todos los actores como tampoco lo ha hecho la Constitución indigenista del 2009, abriendo la posibilidad de una sociedad republicana, criolla, inclusiva y barroca que reconozca a todos los que vivimos en el territorio de la República del Libertador Bolívar.
Soy consciente de las dificultades que esta situación plantea cuando existen reminiscencias para retornar a una sociedad feudal en la que unos cuantos vivían sobre el trabajo de la mayoría, mientras otras intentan reponer sociedades quiméricas basadas en la superioridad étnica de los Orejones. La cultura viene en nuestra ayuda para construir el relato del Bicentenario que nos permita desde nuestra especificidad, y definitivamente, ser partes del mundo. No desaprovechemos la oportunidad.