Joan Prats regaló esta frase en un diálogo sobre Bolivia. Con el conocimiento y afecto que nos tenía, dejó que la ironía, tristeza del filósofo, diga lo indecible para provocar una reflexión. Al ser un optimista informado e irredimible, insistió inmediatamente que la gobernabilidad democrática y el buen gobierno, son condiciones de civilidad y república.
Doctor en derecho administrativo, sabía que la eficacia del Estado depende del cumplimiento de los procedimientos y que la democracia debe ser respetuosa de sus normas para no castigar injustamente al administrado, al ciudadano de a pie, las minorías, los pueblos nacionales, organizaciones sociales, culturales, quienes tienen opciones personales, migrantes; no puede ensañarse con quien sólo tiene su fuerza de trabajo y la creencia ingenua que la justicia y el Estado de derecho, evitarán que el sátrapa de la política o el prepotente de la economía, le quiten su futuro. Joan sabía que mientras más discrecionalidad tiene el burócrata de levita, poncho, charretera o guayabera, mayor la indefensión de quien necesita que la ley garantice su derecho a exigir respeto y dignidad.
Preocupado por las reformas de Estados que salían de gobiernos autoritarios, desde la dirección del Instituto Internacional de Gobernabilidad en Barcelona, decía que “los años 80 y los primeros del 90, registraron prevalencia intelectual y política de una correlación negativa entre el Estado latinoamericano y el desarrollo humano, (y a) fines de los 90, presenciamos una revalorización del rol estatal sobre sus responsabilidades humanas. Los conceptos sobre qué es y qué produce, cambiaron significativamente, se ampliaron e integraron, y ya no sólo se aspiraba al crecimiento sino también a la participación equitativa de sus frutos”.
Se restableció la democracia, fueron expulsados los fabricantes del luto colectivo, se abrieron los sistemas electorales para la participación ideológica y se buscaron relaciones comerciales con los EEUU; cayó el muro de Berlín, hizo su aparición el neoliberalismo, y la pregunta de la década fue: “¿cuánto de marginalidad podrá soportar la democracia?”.
Guillermo O`Donnell, Norbert Lechner, Edelberto Torres Rivas, Fernando Enrique Cardoso, Arturo Núñez del Prado y Fernando Calderón habían identificado cómo las demandas revolucionarias de los años 60 y 70 se transformaron en los 80 en necesidad de democracia; en Bolivia, la producción intelectual en el ámbito internacional tenía la firma de Enrique García, Gustavo Fernández, José Luis Lupo, Jorge Grey Molina, Oscar Serrate, Freddy Justiniano, Víctor Rico; internamente, estaban Carlos Toranzo, Horts Grebe, Godofredo Sandoval, Moira Suazo, Gonzalo Rojas, Jorge Balcázar, Gonzalo Chávez, Carlos Mesa, Roberto Laserna, Fernando Mayorga, María Teresa Zegada, José Ortiz Mercado, Gustavo Prado, Napoleón Pacheco…
Joan sostenía que “las prácticas populistas y clientelares, la patrimonialización partidista de los aparatos administrativos, el abuso de la discrecionalidad en las intervenciones económicas, la falta de transparencia y rendición de cuentas ante la sociedad en general (y no sólo ante las propias bases partidarias), la falta de cultura de legalidad, la orientación de los beneficios sociales a la captura del voto y no a la generación de derechos ciudadanos, conjunto de prácticas, independientemente de quienes sean sus autores, se encuentran muy alejadas del ideal del buen Gobierno”.
Después de la generación del exilio que logró el retorno a la democracia, se gestó en América Latina “la sociología de las ausencias y de las emergencias desde las epistemologías del Sur”, para superar la exclusión, el silenciamiento, la destrucción de pueblos y saberes, y contraria a cualquier propuesta eurocéntrica; se enriqueció con aportes de Immanuel Wallerstein, Fernand Braudel, Jurgen Habermas, sistematizadas por Boaventura de Sousa Santos que buscó el equilibrio entre regulación/emancipación superando los límites impuestos por las sociedades modernas; descalificaron la tradición burguesa representativa de los partidos, valoraron los movimientos indígenas y sociales, la autonomía de la muchedumbre y se cambiaron las reglas constitucionales. Siguiendo a Antonio Negri y Michael Hardt, en Bolivia aportaron Luis Tapia, Ramiro Condarco, Álvaro García Linera, Silvia Escóbar, Silvia Rivera, Javier Medina, Filemón Escobar.
Volvamos a la confusión y atrevámonos a dar un paso dialéctico en el escenario de lo cotidiano. Sin descalificar la justicia de lo que se pide en la coyuntura, evidencio que el bloqueo es un acto de confusión, de irracionalidad colectiva. Con calles y carreteras bloqueadas, en momentos de crisis de producción petrolera, corrupción generalizada, control de divisas, cupos para la exportación y expoliación minera ilegal, se está impidiendo que funcione el turismo, instrumento capaz de generar 3.000 millones de dólares con excedente económico masivo, inmediato y repartido en todo el territorio. El bloqueo es tan irracional, como declarar al cachorro de dinamita “cultura inmaterial de la democracia”. Es el fallo que define la reelección indefinida como un derecho humano para un expresidente. Es el manoseo del Estado de Derecho por órganos que perdieron la legalidad constitucional. Es ignorar la República del Chapare que destina la producción de coca para el narcotráfico. Es la degradación de una dirigencia social arancelada por el poder; es la ridícula y bochornosa confrontación por la propiedad del MAS. Es la ausencia todavía, de propuestas desde la social democracia, el nacionalismo revolucionario, los liberales, que entusiasmen a la ciudadanía que necesita superar la anomia, el desgobierno y la estupidez contagiosa de la confusión.
En honor a Joan Prats y a la polemista Susana Seleme Antelo, sigamos el debate y seamos inflexibles con la ignorancia voluntaria.