La muerte es, con frecuencia, doblemente cruel. Nos priva de nuestros seres queridos y, por si fuera poco, acostumbra a dejarnos un irreparable sentimiento de culpa. ¿Por qué no respondí el último e-mail que me envió el politólogo Joan Prats, fallecido el viernes en Burgos, mientras hacía el camino de Santiago? Distante y reflexivo, Joan Prats era todavía militante del PSC, partido que contribuyó a fundar. También yo, casi imberbe, participé de aquella aventura nacida en 1974, aunque abandoné la militancia en 1977, meses después de las primeras elecciones, al comprender que la política se convertía en profesión. Perdí entonces el contacto personal con Joan Prats, al que los más jóvenes de Convergència Socialista considerábamos nuestro portavoz más sugestivo y moderno.
En aquellos primeros años del socialismo catalán no eran pocas las personalidades sugestivas. Isidre Molas, por ejemplo, que siempre ha preferido la discreción profesoral a la exhibición de su avispada lucidez. O Eduardo Martín Toval, seductor nato y magnífico tejedor de consensos. O el incansable y estoico José Ignacio Urenda, campeón de las bases, descolgado más tarde por Narcís Serra (al que, por cierto, poco se le veía en esos años duros). OPasqual Maragall, joven economista, brillante y excéntrico, sin asomo de ambición. Raimon Obiols era –sigue siendo– un personaje ensimismado, poseedor de una poderosa mente cartesiana. Tenía más virtudes para el análisis que para el liderazgo, pero el tándem que formaba con Joan Reventós (procedentes ambos del Moviment Socialista) era el que más fuerza y consenso congregó. Reventós, hombre culto y fiel, fundamentalmente bueno, no estaba dotado ni para el liderazgo ni para la oratoria. Era lento al hablar. Lento y ceremonioso. Cuando, meses antes de la muerte de Franco, en el ciclo Terceres vies celebrado en el colegio de abogados de Barcelona, se contrastó por primera vez en público con los carismáticos Josep Pallach y Jordi Pujol y con el enérgico Solé Barbarà, sus limitaciones quedaron en evidencia. El socialista Reventós y el democristiano Anton Cañellas disponían de las cartas ideológicas más europeas, pero les faltaba algo para ganar la partida. Ya entonces quedó claro que el factor humano sería clave en la historia del PSC. Todos sus líderes han sido personas sin duda meritorias, pero con algún defecto que mermaba su capacidad de dirección social. El mayor partido ha escogido líderes con ciertas limitaciones para el liderazgo. El bienintencionado Reventós, el analista Obiols, el artístico Maragall, el circunspecto Montilla.
Joan Prats sí tenía cualidades para el liderazgo. Alto, corpulento, voz de barítono, valenciano, el profesor Prats era un tipo carismático en el mejor sentido: llegaba al corazón apelando a la cabeza. Sabía poner letra y música al gaseoso deseo de cambio social y de regeneración democrática y catalanista de España que animó al naciente PSC. Era a la vez prudente y fantasioso. Pragmático a fuer de heterodoxo, cayó, sí, como todos, en el exceso de fantasía, pero se esforzaba en regresar a tierra firme.
Le perdí la pista. Sabía que había colaborado con el gobierno de Felipe González (como tantos otros líderes del PSC: empezando por el añorado Ernest Lluch), pero ya no sabía en qué andaba. Hasta que me llamó meses atrás y estuvimos comiendo en I Buoni Amici. Recibió –me dijo– de González la propuesta de reformar a fondo la administración española, pero, al no contar con la plataforma de un ministerio, aquel intento acabó en fracaso. Me habló de sus libros y de su vida. Conoció a una boliviana y pasaba largas temporadas en América. Se había especializado en republicanismo cívico y gobernanza, término que definió como sinergia entre gobierno público e iniciativa civil.
Lejos del bullicio, Joan Prats investigaba. Ha dejado en A los príncipes republicanos (Plural editoriales) un verdadero testamento intelectual. Fundamentado en la crítica al liberalismo que entroniza el mercado y nos deja en la intemperie. Pero también en la crítica radical a una socialdemocracia que no libera, pues establece una relación arbitraria y posesiva con el votante: servicios sociales a cambio de votos. La renovación de la izquierda –sostiene Prats en su testamento– no es profundizar en esta sumisión de los votantes. Es vano y conservador propugnar la nostalgia del estado (que exhiben hoy tantos ex pragmáticos de izquierda ante la crisis de los mercados enfermos). La izquierda sólo se renovará –sostiene Prats– si es capaz de hablar de tú a tú con los ciudadanos. Si pone su acento no en la dependencia paternal, sino en la liberación individual. Contribuir a crear las mejores condiciones para que (libres y responsables, que no subsidiados) los ciudadanos puedan volar.