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(El Deber) A finales de la década del 70, desde la Casa de la Cultura, la Alianza Francesa y el respaldo de Marcelo Arauz y Aida Mckenning se creó el Ateneo Cultural Alfredo Flores; lo integraban jóvenes que habían ganado uno de los concursos que se realizaban. Publicaron Piedra Libre, una hoja con poesía y relatos cortos.
El Movimiento Cultural Jenecherú, en el inicio de los 80, convirtió la rebeldía por la democracia en canciones, recitales y poesía, esta vez en la plaza 24 de Septiembre y en La Tapera, lugar que se convirtió en referencia. Después vino Jorge Suarez, y una generación completa de cultores de la palabra se congregaron en el Taller del Cuento Nuevo. De ahí salieron los nombres consagrados que hoy leemos.
El Grupo Cabildo movió el imaginario desde su revista Apuntes, y generó un debate desprovisto de protocolo; socarrón y ocurrente.
La Casa de la Cultura con un Suplemento dominical, las publicaciones de la Cooperativa Cruceña de Cultura y la Revista Reflejos, dieron el espacio para que lo que se dijera, fuese tierno, contestatario y poético. La Unión de Grupos Culturales tomó los centros de barrios y comunidades promoviendo un espíritu creativo. Zenón Quiroz a la cabeza.
Este apretadísimo resumen sirve para dejar constancia de una reincidencia en la palabra y el valor de la poesía como instrumento de comunicación, afectos y compromisos.
No resulta raro, entonces, que ese espíritu renazca en la entrañable Plazuela Calleja, corazón de América del Sur, para sorprendernos utilizando la convocatoria de las nuevas tecnologías y con la denominación de 2.1. Escuché decir al poeta brasileño Gilberto de Palma que las sociedades tienen en sus poetas la última línea de fortaleza espiritual y ellos aparecen en el momento oportuno. Es verdad.
Carlos Hugo Molina
(Foto: Alvaro Mier)
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