En Bolivia, cuando nos hemos atrevido a innovar y caminar por caminos nuestros, nos ha ido muy bien. Aquí se inició un sistema de control fiscal y coordinación pública que a través de la Ley Safco, ordenó la gestión territorial y obligó a los sujetos públicos a realizar concurrencia en la planificación, la inversión, la programación de operaciones y los presupuestos. Ya se habían inventados los Fondos de Desarrollo para facilitar la acción del nivel central que desconocía las urgencias de la gente. Desde la sociedad civil se crearon el Banco Sol, un modo de crédito solidario basado en la confianza de la gente y Pro Salud, un instrumento que llegaba con salud digna cuando la población necesitaba respuestas y al centralismo, que se había olvidado los Comités populares de Salud, solo sabía negociar ítems. En la década de los noventa del siglo XX, se aprobaron sistemas de superintendencias para que la gestión y el control de los servicios estratégicos cumplieran con eficacia, siendo el modelo de mayor éxito la Superintendencia Forestal. Aquí se planteó la vía boliviana de la descentralización y la autonomía a partir de lo local y con el nombre de participación popular, porque era con la gente organizada, se masificó el desarrollo y la ciudadanía, para que esos ciudadanos locales tomaran después la política nacional. A partir de ello, se le dio el nombre de autonomía a la descentralización política que demandaban los departamentos y las organizaciones indígenas.
Hoy descubrimos el despoblamiento rural, que necesitamos recuperar el territorio y darle sentido a lo urbano; sumando lo aprendido e incorporando nuestra diversidad humana y cultural, empezamos a utilizar la experiencia en torno al desarrollo local, la cohesión territorial y social, y nos encontramos con ciudades intermedias que deben convertirse en nodos de servicios integrales. Al estudiarlas, verificamos que, en los 339 gobiernos locales de la república gobernadas por sus autoridades, existen propuestas relacionadas al turismo sostenible; de manera natural, llegamos a la producción de la tierra como instrumento de dignidad, seguridad alimentaria y fortalecimiento de capacidades. Siguiendo el camino, planteamos la necesidad de sembrar un cafetal que tenga el tamaño de Bolivia, y donde no se pueda café, plantar chía, amaranto, asaí, almendra, chocolate, piña, quinua o el producto que bien se dé con siembra y cosecha digna.
Con el café podremos consolidar una cultura que expresa relacionamiento social, cercanía y gratificación humana. Apostaremos por el trabajo, fortaleceremos la producción rural ligada a la familia, a las mujeres, las comunidades, el asociativismo y las cadenas de valor que en ella existen; recuperaremos la población en el territorio con capacidades humanas, técnicas y tecnológicas a favor de la economía local, aprendiendo las claves del comercio internacional competitivo mientras apostamos por la sostenibilidad del turismo como instrumento que facilita la cohesión social sin bloqueos, ni físicos ni mentales.
Parece fácil decirlo, pero ese es el único camino para masificar el consumo interno de café de grano boliviano, ampliar las áreas de siembra para el consumo y la exportación bajo criterios de sostenibilidad ambiental y aprovechamiento racional de los suelos, mientras fortalecemos la cultura del café como instrumento de relacionamiento humano y de paz. Por eso será subversivo sembrar café, porque sonriendo, aquí estorbarán y no habrá espacio para charlatanes, mentirosos, flojos, ladrones ni tira sacos. Lluncus, pues.