Hasta la bohemia se recluye respetuosa para conservar un reducto de calor fraterno…
Como siempre, no pidió permiso a nadie y aprovechó todos los espacios para abrazar a los hombres y mujeres con sus manos de viento y frío. La polvareda inicial desapareció junto con las hojas sueltas, ahogadas en un chilchi menudo e imperceptible primero y un aguacero de padre y señor nuestro después.
No sirven de nada ni abrigos, ni frazadas ni la esperanza de que termine y vuelva el sol; relocalizó el calor con una fuerza irreverente que se acompaña de la música de truenos y relámpagos y hace corto el día y alargan eternamente la noche. Es el mejor termómetro de los años y la humedad pone a prueba las bisagras de los músculos.
Las paredes gotean y la tierra agotó su sed dejando correr el agua para reunirla en cualquier lado, junto con el barro que se vuelve más barro todavía. El viento silva cuando pasa entre los árboles en un caminar que no se cansa mientras juega con las horas; ese es el tiempo sin sosiego y sin paz; la ropa, para estar acorde, adquiere un olor a humedad que se ríe a carcajadas por la huída del sol, prisionero de las nubes, del viento, del frío y de la lluvia.
Reaparecen los creyentes que piden a Dios calme su furia y ruegan por los aparecidos que aprovechan para recoradar a los vivos que existieron y tienen todavía deudas en la tierra. Nadie pondría en duda estas cosas con una noche que golpea las ventanas y deja las calles desiertas.
El pueblo no es de nadie y hasta la bohemia se recluye respetuosa para conservar un reducto de calor fraterno; en Tapekua y La Tapera, grupos reducidos de vivientes, guardan vela protegiendo la esperanza con el fuego de unos leños y la fuerza cordial de un aguardiente.